Muerto está desde hace tiempo el orgullo, esa vibración deslucida e incoherente. Cada beta o pincelada dirigida al lienzo sin pintar que cubre los ojos, se establece cegando el tiempo que así, sin más ni menos, queda borrado con el sonido de los vientos que azotan las ventanas, en esta noche de tormenta convulsionada.
Recordar los episodios con intensidad desmedida, altera el significado real y la sustancia de los hechos. Decir basta, es decretar el final de los verbos sombríos y delirios en las misivas de hace años.
El hoy se encuentra centrado en un mundo real, sin perder la magia de los asombros para la creatividad. Indiferente al resentimiento burdo y primitivo que genera ese orgullo que aún muerto, reniega de su caparazón roto, incapaz producir otra cosa que apatía.